Para un niño inmigrante, ¿cómo resulta vislumbrar el sueño americano para que luego se lo arrebaten?

La política de cero tolerancia de la administración de Trump separó a padres de sus hijos, colocando a estos en hogares de crianza en los que probaron una vida mucho mejor que la que dejaron en sus países. ¿Qué sucede cuando regresan a casa?

Para un niño inmigrante, ¿cómo resulta vislumbrar el sueño americano para que luego se lo arrebaten?

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La Navidad de este año no iba a ser mucha cosa en el pequeño hogar de los Maldonado en la parte Oriental de El Salvador. Pero luego llegó Wilder, de 6 años de edad, acarreando una mochila repleta de los remanentes coloridos de su breve vida en los Estados Unidos; el tiempo en que las autoridades migratorias lo separaron de su padre.

De pronto, los dos humildes cuartos con piso de tierra y paredes monótonas de adobe se volvieron festivos. Mientras que el guisado de pollo hervía en la estufa de madera, un grupo de niños descalzos hurgaban jubilosos en la gran bolsa negra, sacando todos sus tesoros.

Kevien, de dos años, reclamó las piyamas del Hombre Araña, junto con la máscara de ese personaje con voz electrónica que dice cosas como: “¡Cuidado, es hora de lanzar telarañas!”. Darwin, el vecino, comenzó a posar con los lentes de ese mismo súper héroe decorados con hilos plateados como telarañas y luces intermitentes en el armazón.

Yohana, de 14 años y delgada como bailarina, escogió un balón brilloso de fútbol con las letras “USA” en un costado, y llamó a Darwin para que salieran a jugar. Entretanto, MiLeidi, la bebé de 8 meses, daba chillidos contentos ante un mono de peluche que parecía enorme en comparación con ella. Era Olaf el hombre de nieve de “Una aventura congelada” (Frozen, en inglés).

Wilder era el único chiquillo a quien no parecía importarle mucho lo que venía en la mochila. Se sentó solo sobre una de las camas de la casa, apartado de la conmoción, y se entretuvo absorto con los juegos del viejo celular de su madre. Kevien le ofreció a Wilder la máscara parlante, tratando de animarlo para que saliera a jugar. Pero Wilder agitó la cabeza diciendo que no y sin siquiera subir la mirada del celular, volteó el cuerpo hacia el otro lado.

Los juguetes de la mochila eran lo único que le quedaba del viaje de siete meses que hiciera a los Estados Unidos con su padre, Hilario Maldonado; un trayecto que lo alejaría de su mundo en El Salvador y de la existencia empobrecida de su familia, para arrojarlo a un lugar con televisores y duchas calientes, donde dormía en una litera y comía tanta pizza como quería. Habían viajado hasta allí en una serie de camiones tan repletos de inmigrantes que casi se había ahogado, y habían llegado a su objetivo solo para ser separados durante meses en un limbo singularmente estadounidense. Cuando volvió a reunirse con su padre, fue solo para que los subieran a un avión del gobierno y los enviaran de vuelta a El Salvador, desmoronándose así el esfuerzo que había costado meses de dificultades y miles de dólares.

Wilder es uno de los casi tres mil niños y niñas inmigrantes que se vieron afectados este año por la política de cero tolerancia de la administración de Trump. El público llegó a saber de la separación de Wilder y su padre cuando el chico se presentó por sí solo en el juzgado a fines de noviembre, portando un gorro bordado con un enorme par de ojos azules y un mechón rojo de estambre. Bajo estas medidas tan severas y sin precedentes, las autoridades migratorias tuvieron la obligación de someter a proceso penal a cualquier persona detenida al cruzar la frontera ilegalmente, así como de tomar posesión de cualquier menor acompañante.

El padre de Wilder, un agricultor de 38 años que luchaba por la subsistencia de su familia, no sabía de la política cuando partió de El Salvador en busca de un trabajo decente para él y de un futuro más brillante para su hijo. En cuanto atravesaron el Río Bravo en Texas, Maldonado se entregó junto con Wilder a las autoridades de Aduana y Protección Fronteriza de los EE. UU. Sin embargo, pasados cinco días bajo su custodia, unos agentes lo alejaron de su padre para enviarlo a un hogar de crianza provisional en San Antonio, mientras que Maldonado fue llevado a un centro de detención como a una hora de distancia.

Las medidas de cero tolerancia concluyeron poco tiempo después, por lo menos oficialmente, luego de que una tormenta de indignación internacional forzara a la administración a rescindirlas. Un juez federal dictó que las autoridades devolvieran a todos los menores afectados a sus familias, esfuerzo que duró meses y costó miles de millones de dólares debido a que los funcionarios migratorios no tenían registros detallados de la pertenencia de los menores ni de sus padres. Wilder, regordete, con el cabello rapado y chimuelo, fue uno de los últimos casos en resolverse.

El 21 de diciembre fue su primera mañana de regreso en su hogar. Pero tenía la mente en otros lugares.

Cuando se le preguntó cómo estaba, Wilder contestó en inglés sin quitar la mirada del teléfono. “I’m fine” (“Estoy bien”).

No contestó nada cuando se le preguntó si estaba contento de haber regresado. Su madre, María Elida Cabrera, le dio un suave empujoncito con el codo. “Wilder, ¿estás contento de estar en casa conmigo, verdad?” le dijo en español.

Wilder subió la vista un par de segundos y forzó una sonrisa. “Yes, I’m happy” (“Sí, estoy contento”), dijo en inglés nuevamente y volvió a su juego.

Cabrera, de 35 años, con una cola de cabello liso y algo desordenado, salió al patio trasero y dijo en voz baja para que su hijo no la oyera: “Esto debe ser duro para él. Ha sido difícil para todos nosotros”.

Wilder no quiso hablar mucho acerca de sus experiencias al estar nuevamente en el seno familiar; y, no es que tenga la edad suficiente para darles sentido. Con la excepción de los funcionarios migratorios que lo separaron de su padre, fue víctima de las buenas intenciones de muchas personas. Primero estuvo el intento desesperado de su padre por sacar a su familia de la miseria, seguido por la buena voluntad de una familia texana que le ofreció una vida cómoda y reconfortante y, en tercer plano, la decisión del juzgado federal de cesar la cero tolerancia y enviar a Wilder de vuelta a su familia en El Salvador.

Por ahora, el mejor entendimiento sobre lo que puede estar pasando en la mente joven de Wilder proviene de los adultos que lo acompañaron en su dura experiencia. Todos se oyen tristes y abatidos.

“No sé qué tiene de especial este chico, pero fue difícil dejarlo ir”, dijo Erica Gallegos, la mujer de San Antonio que se hizo cargo de cuidar a Wilder mientras estuvo en los Estados Unidos. Durante nuestra llamada de 45 minutos lloró casi todo el tiempo. “Se volvió parte de la familia en muy poco tiempo”.

Para María Elida Cabrera, madre de Wilder, el tiempo que su hijo estuvo lejos le pareció una eternidad. Había cambiado de tantas maneras que mencionó sentirse mareada solo de verlo. Ya no le quedaba su ropa porque era mucho más delgado cuando se fue. Y ahora tenía la sonrisa llena de huecos por haber perdido varios dientes de leche. También había viajado en avión y en transbordador, nadó en el Golfo de México, dejó que un barbero le cortara el cabello; lo vacunaron, le gustó una niña por primera vez, fue al cine, aprendió a atarse las agujetas, a escribir su nombre y a andar en bicicleta. Su vocabulario se amplió. Ahora puede contar hasta veinte en inglés. Su madre también dijo que ya no le grita órdenes. Ahora dice “por favor” y “gracias”.

“Me cuenta cosas y no sé de qué me está hablando”, dijo Cabrera. “Qué es un Grinch”?

Emigrar a los Estados Unidos no fue algo nuevo para el padre de Wilder. Hilario Maldonado vivió en el país desde finales de los noventas hasta principios de la década de 2000, primero como indocumentado y desde 2001 con permiso de protección provisional. El Salvador sufrió una serie de terremotos terribles y la administración del presidente Bush permitió que 150 mil inmigrantes salvadoreños permanecieran y trabajaran en los EE. UU., con la esperanza de que el dinero que remitieran a sus familias ayudara con la recuperación del país centroamericano.

En ese entonces Maldonado era soltero, y trabajó en restaurantes y obras de construcción a lo largo de la costa este, desde Tampa, Florida hasta Long Island en Nueva York, enviando ayuda a su madre en El Salvador. Sin embargo, en 2003, dijo, regresó a su hogar porque ella se enfermó, y utilizó parte del dinero que se había ganado para conseguirle atención médica. Poco después conoció a Cabrera (quien tiene parentesco con la esposa de uno de sus hermanos), comenzó una familia, compró unas cuantas vacas para criarlas y venderlas, y construyó una casa sencilla con sus propias manos. Su propiedad se encuentra en parte de los terrenos de la familia de su esposa, en las afueras del poblado pintoresco de Lislique.

“Mi intención era quedarme en El Salvador”, dijo Maldonado. “Me fui únicamente porque comencé a tener problemas”.

Cabrera y Maldonado comentaron que su negocio de ganado comenzó a fallar desde hace unos cuatro años. Hilario trató de ampliarlo y pidió varios miles de dólares para aumentar su manada, pero las pandillas violentas de su país comenzaron a entrar a Lislique y a exigir parte de sus ganancias. Cabrera dijo que su esposo comenzó a buscar distintos trabajos para complementar sus ingresos y poder pagar, tanto sus deudas, como el dinero que exigían las pandillas.

Cada mes había menos para cubrir las necesidades de su familia, agregó. Entonces, cuando Maldonado les dijo a los pandilleros que ya no tenía suficiente para pagarles, le dieron una paliza y amenazaron con matarlo.

Cabrera también dijo que en mayo su esposo decidió arriesgarse una vez más. Pidió prestados US$5,500, cantidad que los contrabandistas conocidos como coyotes le cobrarían para llevarlo a los Estados Unidos a pedir asilo. El plan era ganar dinero suficiente para mantenerla a ella y a los niños en su país y luego, cuando lograra cambiar su estado migratorio, traerlos también a los EE. UU.

Mencionó que los coyotes le advirtieron a Maldonado que cruzar la frontera ya no era tan fácil como la última vez que había emigrado. En lugar de entrar al país a escondidas, le dijeron que debería entregarse inmediatamente a las autoridades fronterizas. También le sugirieron que se llevara a uno de sus hijos porque estaría detenido menos tiempo si llevaba a un menor.

“Yo no quería dejar que Wilder se fuera”, señaló Cabrera. “Pero Hilario dijo que esa era la única manera y me prometió que lo cuidaría bien. Dijo que Wilder tendría oportunidades que aquí en El Salvador no existen”.

Maldonado contó que el cruce por Centroamérica y México, casi siempre montados en camionetas pickup o camiones de carga repletos y no equipados para llevar a seres humanos, fue muy pesado para él y casi fatal para Wilder. “Yo trataba de darle una vida mejor”, dijo Maldonado de su hijo, “y dos veces casi se me muere”.

Maldonado agregó que uno de los camiones de carga iba sellado y tan lleno que Wilder se desmayó. Trató de moverse y encontrar una apertura en la caja de carga, haciendo a un lado al hombre que tenía junto y empujando la nariz y boca de su hijo contra el hueco hasta que Wilder abrió los ojos.

Wilder se desmayó nuevamente durante otro tramo del viaje, cuando iba con su padre en la caja de una camioneta pickup en plena tormenta. Cuando se le preguntó por qué había arriesgado a su hijo de esas formas contestó: “Estaba desesperado. Pensé que si no me iba de El Salvador, mis hijos se morirían de hambre o quedarían huérfanos”.

Maldonado dijo que había concluido la parte más difícil del viaje cuando llegó con Wilder a la frontera de los Estados Unidos el 31 de mayo. Pero en ese momento se toparon con la política de cero tolerancia de la administración de Trump.

“Los agentes se me acercaron y me quitaron a Wilder de los brazos”, dijo Maldonado, hombre fornido de mandíbula cuadrada y dientes cubiertos de metal. “Él gritaba: ‘¡Papá, papá!’ Pero no pude hacer nada. No pude correr tras él. Recuerdo que solo me quedé mirándolo mientras se lo llevaban y sentí que se me detenía el corazón”.

Días después, el gobierno federal colocó a Wilder bajo la tutela provisional de la familia Gallegos en San Antonio. Erica Gallegos dijo que tuvo a cuatro niños de tutela en su casa hogar durante la mayor parte del tiempo en que Wilder estuvo con ellos. Uno de ellos fue otro centroamericano de cinco años que también fue separado de uno de sus padres.

Gallegos dijo que estos dos chicos dormían en literas en una misma habitación; Wilder en la cama de arriba.

También mencionó que Wilder no había hablado mucho durante los primeros días que estuvo en con ellos, ya que se encontraba confundido y cansado. Dijo que ella le dio espacio, interactuando con él solo cuando él quería y dejándolo solo cuando no. A finales de la primera semana mencionó que logró ganárselo cuando le aclaró que no lo habían separado de su familia para siempre y que ella solo lo cuidaría hasta que se volvieran a reunir.

“Le dije que me podía decir tía”, comentó Gallegos. Erica comenzó a llorar. “Quería que se sintiera en casa, pero que no fuera a pensar que yo trataba de ser su mamá”.

A partir de allí, dijo que Wilder se integró más contento en el clan Gallegos: la pareja de padres y cuatro hijos que incluyen a tres ya adultos con familia propia. La familia también empezó a encariñarse con él. Erica Gallegos lo inscribió en el primer grado y lo llevaba a la iglesia los domingos. Tenían noches de pizza y película en forma regular. Lo llevó a visitar a sus padres en la ciudad fronteriza de Del Río. Wilder acompañó a la familia cuando fueron de vacaciones a las playas de Corpus Christi, donde comió golosinas, vio delfines nadar junto al transbordador y quedó maravillado al ver el tamaño gigantesco del mar.

A diferencia de otros niños que ha cuidado, Gallegos dijo que Wilder parecía ansiar reglas y rutinas. Dijo que le enseñó una sola vez a doblar su ropa y guardar sus zapatos y que raramente tenía que recordarle esas tareas. También comentó que el chico tendía su propia cama y le pedía que se la revisara para asegurarse de que lo había hecho bien. Por las noches, dijo que Wilder no se dormía sino hasta que ella rezara con él.

Gallegos y Wilder disfrutaban ir con su hija de trece años a los juegos de béisbol y vóleibol. De hecho, Erica dijo que le gustaba acompañarla a todos lados. “Quería mucho a mi hija”, comentó riéndose. “Se le quedaba mirando todo el tiempo y una vez le preguntó a mi marido si podría ser su novia”.

Aparte del Hombre Araña y la pizza de pepperoni, Gallegos dijo que lo que más gozaba Wilder eran las duchas largas con agua caliente.

“¿Quiere que le cuente lo que se tardaba en bañarse?”, agregó. “Media hora. Cuando entraba a sacarlo, el baño estaba hirviendo y lleno de vapor”.

Gallegos comenzó a sollozar de nuevo. “Yo no quería que se fuera jamás. Recuerdo que le dije a la trabajadora social que me dejara llamar a su madre para pedirle que me permitiera cuidarlo. Mi esposo me recordaba que no era nuestro niño”.

Entretanto, la familia de Wilder se encontraba en crisis. Maldonado seguía detenido y no había tenido éxito en la entrevista de temor creíble, primer y crucial paso del proceso de asilo, en el cual un funcionario afirma que un inmigrante tiene un temor justificable de correr peligro en su país de origen. Además, pasarían meses para tener una audiencia ante un juez. Al mismo tiempo, en El Salvador, Cabrera luchaba sola para cuidar a sus otros tres hijos.

Kevien, de dos años, tuvo parásitos en octubre, lo cual le produjo síntomas de vómito, diarrea e inflamación en el vientre, mencionó ella. Cabrera no tuvo dinero para alimentos ni medicinas, hasta que una organización de abogacía para inmigrantes, establecida para ayudar a las familias afectadas por la cero tolerancia, se enteró de sus problemas y le enviaron fondos. “No sé qué hubiera sucedido sin esa ayuda”, comentó. “Ni siquiera quiero pensarlo”.

Para diciembre, Maldonado ya se había cansado de luchar. Un juez de inmigración negó su petición de asilo y, aunque hubiera podido apelarla, eso lo habría mantenido detenido varias semanas más. Mencionó que sintió que las probabilidades de lograr el asilo estaban en su contra y que su familia se estaba derrumbando. Entonces se declaró culpable de haber entrado al país ilegalmente para que lo deportaran. También pidió llevarse a Wilder con él.

Sin embargo, esa decisión sería de Wilder. Cuando las autoridades lo separaron físicamente de su padre, también dividieron su petición de asilo. Por lo tanto, dependía de él, no de su padre, decidir si renunciaba a la petición para regresar a su casa. La primera vez que Wilder se presentó en el tribunal de inmigración fue sin abogado, para luego ser representado por la abogada de su padre, Thelma O. García. La transcripción de la entrevista entre Wilder y García sugiere que no comprendía la gravedad de la decisión.

Abogada: “Hola Wilder. ¿Quieres regresar a tu hogar?”

Wilder: “Sí”.

Abogada: “¿Entiendes lo que te estoy preguntando?”

Wilder: “Sí”.

Abogada: “¿Quieres volver al tribunal?”

Wilder: “No”.

Abogada: “¿Quieres regresar con tu papá y mamá y el resto de tu familia?”

Wilder: “Sí. Quiero regresar con mi familia y verlos”.

Abogada: “OK. Te vamos a ayudar a volver con ellos muy pronto”.

Wilder: “El Hombre Araña es mi súper héroe favorito”.

Esta declaración fue suficiente para que un juez de migración dictara que Wilder fuera devuelto a su padre y enviado a El Salvador.

Gallegos dijo que Wilder comenzó a retraerse nuevamente cuando se dio cuenta de que lo enviarían a su casa. Comentó también que cuando lo llevaba a la escuela cantaban juntos una melodía cristiana titulada “Tuyo soy”, pero que cuando la puso una mañana al acercarse su partida, Wilder comenzó a llorar.

“No me quiero ir”, dijo Gallegos que expresó el chico. “No quiero dejarla. La voy a extrañar mucho”.

Galleros comentó que trató de asegurarle a Wilder que todo saldría bien, sin mostrarle sus propios temores. “Aquí tenía todo lo que quería”, señaló, “y él sabía que no tendría lo mismo cuando regresara a su hogar”.

Antes de partir Wilder, Gallegos y su esposo rentaron la película “Rambo” y mandaron a traer pizza. Lo despertaron poco antes del amanecer y lo vistieron en la planta baja para que no molestara a su compañero de literas. Wilder notó que Gallegos había empacado todas sus cosas en una mochila negra grande y preguntó si ese día no iría a la escuela.

“No. Hoy regresarás con tu familia”, le contestó.

Mencionó que puso la cara en blanco y calló completamente, y que no dijo casi nada durante el desayuno ni durante el viaje en automóvil para encontrarse con la trabajadora social. “Iba silencioso”, dijo Gallegos de Wilder. “Yo traté de no llorar porque no quería que se sintiera mal”.

Cuando se bajó del auto, Wilder abrazó a Gallegos por la cintura. En los seis meses que pasaron juntos, dijo que lo había visto crecer de talla 4 a 8, además de caérsele la mayoría de los dientes de leche. Ella también lloró cuando Wilder se fue alejando.

El chico se volvió a encontrar con su padre en el aeropuerto de Laredo, Texas, donde abordaron un avión oficial con otros cien salvadoreños deportados. Aterrizaron en El Salvador antes de la comida. El tamaño de Wilder no era todo lo que lo distinguía del resto del grupo. Los hombres, incluso su padre, llevaban puestas camisetas andrajosas, pero Wilder llevaba botas Timberland de gamuza negra, una camisa roja de franela, un gorro del Hombre Araña y el ceño fruncido.

El vuelo incluyó a otro chico de seis años que viajaba con su madre. Ellos habían sido separados en septiembre, meses después de que un juez ordenara que el gobierno dejara la práctica, y apenas habían sido reunidos de vuelta esa mañana. El chico, que se llama Esteven, platicaba con su madre como si le estuviera contando todo lo que ella se había perdido de su vida. Pero Maldonado comentó que Wilder casi no habló con él cuando los funcionarios registraron su entrada y les informaron acerca de los programas gubernamentales de asistencia a su disposición.

No fue sino hasta que vio a su madre que se le alegró la cara, mientras que ella se quebrantó en llanto cuando su hijo corrió a sus brazos. Cabrera comentó que Wilder le dijo que estaba contento de verla diciéndole: “Mamá, cuando estuve fuera no sabía si te volvería a ver. Te extrañé, Mamá”.

Pero Wilder volvió a ensimismarse cuando llegaron a casa y Cabrera tuvo que volvérselo a ganar. Él le dijo que se había cambiado el nombre a Peter Parker, sin que ella supiera que ese era el alter ego del Hombre Araña. Quería ver la televisión, pero estaba descompuesta. Tampoco le gustó cómo su madre preparaba las tortillas, y se las empezó a dar al gato. Quería mostrarle que podía montar en bicicleta. Cabrera dijo que sería imposible comprarle una, debido a que su padre no tenía trabajo y debían unos US$5,500 dólares.

También mencionó que Wilder le ha dicho que tiene un plan.

“Me contó que cuando sea grande quiere irse a los Estados Unidos a trabajar. Dice que conseguirá un buen trabajo y enviará dinero para cuidarme”.

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