Mueren en la lista de espera

En el condado de Los Ángeles, y en todo el país, médicos han tenido que decidir quién recibe un tratamiento para COVID-19 que salva vidas, y quién no.

A principios de diciembre, Miguel Fernández yacía inconsciente en la unidad de cuidados intensivos de un hospital de la zona de Los Ángeles. Un respirador artificial le bombeaba oxígeno a sus pulmones, devastados por COVID-19. El hombre de 53 años fallecía.

La mejor posibilidad de que Miguel sobreviviera, quizás hasta la única, era una terapia llamada oxigenación por membrana extracorpórea, mejor conocida como ECMO (extracorporeal membrane oxygenation, en inglés). Dicho tratamiento permitiría que sus pulmones descansaran mientras que una máquina le infundía la sangre con el oxígeno que necesitaba. Sin embargo, el Hospital PIH Health Whittier, donde estaba internado, no contaba con equipo de ECMO ni el personal altamente capacitado que se necesita para operarlas. Solo unos cuantos hospitales del sur de California las tenían y estaban sobrepasados con casos de COVID-19.

Desde el comienzo de la pandemia, los expertos en salud pública habían advertido acerca de la necesidad de “aplanar la curva” para evitar que el número de casos de COVID-19 se disparara y los hospitales se vieran saturados.

Sin embargo, a partir de principios de noviembre, la cantidad diaria de hospitalizaciones por COVID-19 se disparó en el condado de Los Ángeles, multiplicándose ocho veces desde entonces y hasta la cresta de la ola que sucedió justo después del día de Año Nuevo. En pocas semanas, los hospitales desbordados se enfrentaron exactamente al tipo de decisiones de racionamiento de atención médica que los expertos temían. Montaron carpas para aumentar su capacidad y las ambulancias circulaban alrededor de los hospitales durante horas esperando a que hubiera camas disponibles. Hacia principios de enero, el personal médico de emergencia del condado de Los Ángeles recibió instrucciones de conservar el oxígeno suplementario y administrárselo únicamente a los pacientes más necesitados. Tampoco debían trasladar al hospital a pacientes cardíacos que no pudieran ser resucitados en su sitio. Los funcionarios estatales despacharon a la región camiones con refrigeración y miles de bolsas para cadáveres.

En los hospitales, y para pacientes como Miguel, progresaba una situación terrible alejada de la vista del público. Los pacientes críticamente enfermos que podrían sobrevivir con ECMO no podían obtener el tratamiento. Los médicos tenían que elegir quién recibiría la terapia basándose en las probabilidades de supervivencia de cada paciente. Algunos recibieron aprobación, pero fue necesario colocarlos en una lista de espera. Muchos pacientes fallecieron mientras esperaban.

“Creo que nunca pensamos que llegaríamos a este punto, no en California”, dijo el Dr. Jack Sun, que supervisa el programa que incluye terapia de ECMO en UCI Health del condado de Orange, 50 kilómetros al sureste de Los Ángeles. “Sabemos que, si no tenemos una cama para alguien, esa persona va a morir”.

En ciertas partes del país, los médicos pueden recurrir a sistemas centralizados para rápidamente encontrar cualquier cama disponible para ECMO en algún hospital de la región. Ese no es el caso en Los Ángeles. Los cuidadores de Miguel y su familia tendrían que abrirse paso ante la burocracia y navegar por un sistema opaco, desconectado y a veces injusto para intentar salvar su vida.

Miguel, el mayor de siete hermanos de una familia de inmigrantes mexicanos, era siempre el que arreglaba las cosas. Si alguien necesitaba un trabajo, él le ayudaba a encontrarlo. Si un coche no funcionaba, él lo reparaba. Su hermana, Margarita Rodríguez, lo describió como un “gran oso cariñoso” que le daba abrazos y siempre la hacía sonreír. Justo antes de ser hospitalizado, había pasado por su casa para reparar una gotera del techo.

Ahora la familia tenía que encontrar la manera de arreglar a Miguel.

Recorrieron el Internet con búsquedas como, “¿Qué se hace cuando falla un respirador?”. Una noche, Margarita encontró una historia de éxito sobre el uso de la terapia ECMO en San Diego. El aparato de ECMO asume el trabajo de los pulmones del paciente. Extrae la sangre del cuerpo y la hace circular a través de un pulmón artificial que elimina el dióxido de carbono y añade oxígeno antes de devolver la sangre al cuerpo. En un estudio de pacientes de 68 hospitales estadounidenses, se descubrió que los pacientes de COVID-19 en estado crítico como Miguel “tenían un riesgo de muerte considerablemente menor” si recibían ECMO durante sus primeros siete días en una unidad de cuidados intensivos.

Miguel estaba relativamente sano aparte de tener COVID-19. No fumaba ni tenía enfermedades preexistentes como la diabetes. Tenía sobrepeso, pero estaba por debajo de los límites que utilizan los centros de ECMO para seleccionar a los candidatos adecuados para la terapia. En todo el país, pacientes como Miguel, que un día habían estado a punto de morir conectados a un respirador artificial, sobrevivían y abandonaban el hospital semanas después de haber recibido terapia de ECMO.

Miguel Jr., su hijo mayor, sabía por sus conversaciones con los médicos que su padre no iba a mejorar si seguía conectado al respirador. “La ECMO era su última esperanza, su mejor oportunidad de sobrevivir”, comentó. “Era terapia de ECMO o morir”.

Miguel y su familia habían intentado protegerse del virus. Tres de sus cuatro hijos adultos viven en su casa, y cuando se infectaron en otoño, la familia se aisló todo lo posible. Miguel se mantuvo distanciado algunas noches durmiendo en una vieja caravana que tenía en el patio trasero.

Debido a la pandemia, el extenso clan Fernández de vio obligado a reducir las reuniones familiares. Antes de COVID-19, Miguel a menudo organizaba convivios en su casa del sureste de Los Ángeles para festejar cumpleaños o graduaciones, o para ver el fútbol o disfrutar una parrillada. El año pasado, después de que su única hija, Jeannette, fue aceptada en la universidad de UCLA, se paseó con orgullo por su fiesta de despedida con una camiseta que decía “Papá de UCLA”.

Sin embargo, Miguel tuvo que seguir trabajando. Tenía un negocio de construcción junto con dos de sus hermanos, dedicado a comprar y renovar casas. Habían invertido en cientos de propiedades para remodelar y vender, comenzando hacía 12 años con un proyecto de 80 mil dólares en Compton y, más recientemente, un proyecto de 2.5 millones de dólares en Pasadena. Dos de los tres hijos de Miguel trabajaban con él. Incluso después de que COVID-19 afectara a la familia, Miguel tuvo que seguir yendo por materiales y pasar por las obras.

A principios de noviembre, empezó a sentirse mal y acudió a un centro de pruebas de coronavirus en un centro de recreación de su localidad. Dos días después recibió un correo electrónico en el que se le comunicaba lo que ya sospechaba: tenía COVID-19. Para el 15 de noviembre, tenía fiebre y sudores nocturnos y le era difícil respirar.

Aunque estaba cada vez más enfermo, Miguel no quería ir al hospital. Sabía que personas como él estaban muriendo. Los angelinos latinos han sufrido la mayor tasa de mortalidad por COVID-19 en el condado de Los Ángeles: casi el doble de la tasa de los negros y aproximadamente el triple de la de los blancos.

Para el 17 de noviembre, a Miguel le costaba respirar cuando caminaba del baño al sofá. La familia había comprado un oxímetro, dispositivo que mide los niveles de oxígeno en la sangre cuando se coloca en un dedo. Su nivel de oxígeno había bajado al 77 %, cifra peligrosa y mucho menor al 95 % que se considera como límite de lo normal.

“Nos dimos cuenta de que realmente se trataba de una emergencia”, dijo Jeannette, su hija de 21 años. Justo antes de la medianoche, dos de los hijos de Miguel lo ayudaron a subirse al asiento del copiloto del Ford Explorer de la familia. Jeannette tomó el volante y la esposa de Miguel, Alejandrina, se subió al asiento trasero.

Jeannette se dirigió al hospital PIH Health Whittier, un centro médico de 523 camas cerca de su casa. En la entrada de sala de emergencias, el personal ayudó a Miguel, que pesaba 275 libras, a sentarse en una silla de ruedas además de ponerle un monitor de oxígeno en el dedo. El monitor sonó una alarma. Su mujer y su hija pudieron ver el miedo en sus ojos; él no dijo ni una palabra cuando lo llevaban al hospital. Jeannette y Alejandrina ni siquiera tuvieron la oportunidad de despedirse.

PIH Health se negó a poner a su personal médico a disposición para entrevistas ni a responder a preguntas relacionadas con el cuidado de Miguel. “PIH Health no podrá ofrecer una declaración para este reportaje”, dijo un portavoz del hospital en un correo electrónico.

Los expedientes del hospital muestran que a Miguel se le administró oxígeno de alto flujo a través de una máscara facial, y que lo instalaron en una cama que permitía que personal del hospital lo pusiera boca abajo, lo cual aumentó su nivel de oxígeno a un 93 %. Recibió tratamiento con esteroides y un fármaco antiviral. Las cosas parecían ir mejorando dos días después de que lo internaron.

Jeannette comenzó a enviar actualizaciones a través de un grupo de mensajes de texto titulado “Familia”. El grupo incluía a los muchos hermanos, primos y sobrinos de Miguel, así como a sus padres y sus cuatro hijos. Miguel “iba bien”, informaba. Se pasaba el día leyendo mensajes en su teléfono incluso cuando estaba tumbado boca abajo. Enviaba fotos de su comida a su familia y le pedía al personal del hospital cosas especiales como pan tostado con mantequilla y jugo de ciruela con el desayuno.

La familia esperaba que regresara a su casa para el Día de Acción de Gracias. Sin embargo, el curso de COVID-19 es impredecible.

A las 11 de la noche del 22 de noviembre, Miguel envió un mensaje de texto a su familia, haciéndoles saber que esperaba tener una larga noche. Escribió en un mensaje: “si quiero llegar al Día de Acción de Gracias, debo permanecer despierto y reponer mis niveles de oxígeno.”

Cuatro días después, cuando llegó el Día Acción de Gracias, un escaneo de sus pulmones reveló inflamación y tejido cicatricial. Los médicos comenzaron a suministrarle un curso de diez días de un medicamento antiinflamatorio. “Saldré para la Navidad”, comentó Miguel en un mensaje de texto.

La familia respondió con ánimos. “Sigue adelante. Estamos todos contigo”, escribió su hermana Margarita. “Diez días se van rápido”.

Pero ocho días después, el 4 de diciembre, los niveles de oxígeno de Miguel se desplomaron y los médicos lo conectaron a un respirador artificial.

Ahora Miguel luchaba por su vida.

Sin poder visitarlo, su familia oraba para que se recuperara. Comenzaron a reunirse cada noche por Zoom mientras Miguel estaba en el hospital. Su madre Martha, de 71 años, y su padre, Salvador, de 73, dirigían una hora de oración, aferrándose a las cuentas del rosario.

La separación fue especialmente difícil para Alejandrina, esposa de Miguel desde 1991. A Miguel le gustaba bromear con ella cuando veía sus telenovelas mexicanas: “¿Por qué las ves si me tienes a mí?”. El año pasado, para el Día de las Madres, Miguel la sorprendió cuando compró un par de anillos y se arrodilló frente a ella para proponerle matrimonio nuevamente. La pareja hizo planes para renovar sus votos en su 30º aniversario de boda, para el verano de este año. Cuando enfermó de COVID-19, Miguel le aseguró a Alejandrina que se recuperaría para que se pudieran casar otra vez. Ella le prometió que lo esperaría.

Después de que lo intubaron, la familia de Miguel se reunió en el estacionamiento del edificio de cuidados intensivos para estar lo más cerca posible de él. Su madre se arrodillaba en el pavimento durante 40 minutos, con las manos unidas en oración. Les decía a sus nietos que rezar implicaba un sacrificio. Tenía que doler para que funcionara.

A los familiares de Miguel les resultaba difícil ponerse en contacto con los médicos para hablar sobre las opciones de su tratamiento, en parte porque no podían visitarlo. Era imposible entablar una relación con sus médicos desde su habitación o aproximarse a ellos durante sus rondas, como podrían haberlo hecho si no hubiera pandemia. Llamaban varias veces al día, pero era difícil obtener información clara.

Cuando un médico llamaba para ponerlos al día, Jeannette, su hija, se ponía en contacto con su hermano, Miguel Jr. y con la sobrina de Miguel, Jhaimy Fernández, estudiante de cuarto año de medicina en la Facultad de Medicina Larner de la Universidad de Vermont.

Los familiares de Miguel comentaron que ellos fueron quienes mencionaron la terapia de ECMO poco después de que lo intubaran. Recuerdan que el médico de la unidad de cuidados intensivos encargado de su tratamiento les indicó que la ECMO no era una opción. Jhaimy pidió una consulta con el equipo de cuidados paliativos que se especializa en ayudar a los pacientes en estado crítico, y a sus familias, a tomar decisiones de tratamiento, pero ese personal estuvo de acuerdo con el médico de la UCI, dijo ella.

“Pensaron que era una barbaridad que siquiera pensáramos en la ECMO”, dijo Jhaimy acerca de los médicos del hospital.

Miguel Jr. dijo que parecía que los médicos no conocían el historial médico de su padre. Agregó que le preguntaron si tenía diabetes, pero él no tenía ninguna de las enfermedades preexistentes que suelen hacer que los pacientes no sean aptos para la ECMO. Aunque algunos centros de ECMO establecen límites de edad, Miguel, con 53 años, era lo suficientemente joven para ser considerado adecuado para la terapia.

Carlos Fernández, su hermano menor y socio, dijo que era frustrante que la familia tuviera que plantearle la opción de la ECMO al los médicos.

“Simplemente la descartaron”, comentó, añadiendo que es posible que el personal que lo atendía estuviera simplemente abrumado. “Es un hombre mayor, latino y con sobrepeso. Ese es el grupo demográfico que busca el coronavirus”.

En una conversación con la hija de Miguel a primeras horas de la tarde del 7 de diciembre, un médico calificó su pronóstico como “muy malo”, según las notas en su expediente del hospital.

Sin embargo, esa actualización fue seguida por noticias más esperanzadoras. La insistencia de la familia había dado sus frutos. Sus médicos habían decidido que, efectivamente, sí era candidato para la ECMO. La familia no sabe qué los hizo cambiar de opinión, y los archivos no describen cómo los médicos llegaron a esa decisión. El equipo médico le informó a la familia que Miguel sería trasladado pronto a un lugar donde podría recibir el nuevo tratamiento.

Esa tarde, un administrador de casos de pacientes del hospital empezó a buscar una cama para que Miguel recibiera el tratamiento de ECMO.

No existe una base de datos central a la que el personal del hospital pueda recurrir para averiguar rápidamente en qué lugar de la zona metropolitana de Los Ángeles existe una cama vacía para recibir terapia de ECMO. Los administradores de casos suelen tener que llamar a los hospitales, uno por uno, navegando por la burocracia particular de cada centro y coordinando todo con la aseguradora, en este caso, la de Miguel.

“Es un conjunto absurdo y desordenado de partes interesadas, y la pandemia ha destacado las brechas que tiene el sistema”, dijo el Dr. Douglas White, médico y director del programa sobre ética y toma de decisiones durante enfermedades críticas, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Pittsburgh.

La falta de coordinación regional es una de las principales razones por las que la ECMO está siendo racionada en Estados Unidos, dijo White. “Si un hospital no tiene [unidades] de ECMO, pero otra institución, a 80 kilómetros, sí cuenta con una, debería existir un sistema para conectarlos”, dijo White. “Así se evita la necesidad de racionar”.

En Arizona, el departamento de salud estatal creó la Línea de escalada de Arizona (Arizona Surge Line) a principios de la pandemia para coordinar la atención en todo el estado de los pacientes en condiciones críticas, agregó. De acuerdo con este médico, más de 4 mil pacientes, muchos de ellos procedentes de reservas indígenas muy afectadas, fueron trasladados a través de este centro de intercambio de información. El sistema se enfoca en la capacidad para todo paciente en estado crítico, por lo que va más allá que solo el tratamiento con ECMO. También es un ejemplo de cómo conectar a los pacientes con los recursos que necesitan en tiempo real, agregó.

En Washington y Oregón, los directores de programas de ECMO pueden acceder a un documento que muestra la disponibilidad de camas para recibir ECMO en toda la región.

En 2016, los directores de los seis centros de ECMO de Minnesota crearon un consorcio para ayudar en las operaciones de emergencia y de la pandemia, dijo el doctor Matthew Prekker, neumólogo y especialista en cuidados críticos del Centro Médico del Condado de Hennepin en Minneapolis. El consorcio estableció directrices uniformes de elegibilidad para garantizar que todos los pacientes gravemente enfermos tengan una oportunidad justa para recibir la terapia.

Si la mitad de los centros médicos del estado llenan su capacidad, se activa una conferencia telefónica de emergencia entre los directores de los centros de ECMO, quienes a su vez dirigen a los pacientes hacia las camas disponibles. “Estamos bien organizados”, señaló Prekker. “No trabajamos de manera aislada”.

Los Ángeles cuenta con vastos centros médicos académicos, pero no hay coordinación en tiempo real para encontrar camas para recibir ECMO. Antes de COVID-19 no era necesario coordinar un volumen tan alto de pacientes, dijo el Dr. Peyman Benharash, director del programa de ECMO para adultos en UCLA Health. Benharash indicó que cuando apareció esta enfermedad, los médicos de ECMO crearon un chat informal de grupo para poder coordinar tanto a pacientes como recursos; sin embargo, los administradores de casos no tienen acceso a algo así. También comentó que su centro no utiliza una lista de espera porque se desea que los administradores de casos sigan buscando algún hospital que pudiera tener una cama disponible. Si no hay cupo en UCLA, se les indica a los administradores de casos que llamen nuevamente pasadas 12 horas.

Cuando la vida de los pacientes pende de un hilo, la falta de un sistema centralizado en Los Ángeles puede ocasionar una lucha entre administradores de casos y médicos.

De acuerdo con el historial médico de Miguel, el 7 de diciembre por la tarde el administrador de casos de PIH Whittier llamó a la aseguradora del paciente. No había ninguna garantía de que esta aceptara una terapia que fácilmente puede costar una cantidad de seis cifras. De acuerdo con los directores de ECMO, es frecuente que las empresas de seguros rechacen las solicitudes para que se administre esta terapia. No obstante, en el caso de Miguel, eso no parecía ser un obstáculo. La aseguradora le indicó a PIH que el Hospital Keck de la Universidad del Sur de California, el Centro Médico Ronald Reagan de UCLA y el Centro Médico Cedars-Sinai podrían ser opciones. El administrador del caso dejó un mensaje en la USC y proporcionó la información de Miguel a la UCLA. El Cedars-Sinai respondió con un no, diciendo que Miguel no cumplía sus criterios para la terapia de ECMO.

Tras hablar con la aseguradora, el administrador del caso de Miguel hizo intentos con otros dos hospitales. Uno de ellos, UCI Health en el condado de Orange, no tenía ninguna cama para ECMO disponible. Un segundo, el Centro de Salud Providence Saint John de Santa Mónica, dijo que evaluaría los expedientes del paciente.

Durante la oleada de COVID-19, los centros de ECMO estaban evaluando el creciente número de pacientes para dar prioridad a quienes tenían más posibilidades de sobrevivir. A las 5:08 p.m., después de tres horas de llamadas telefónicas, el administrador del caso le pasó la búsqueda a un colega. Poco después, la UCLA llamó para decir que no aceptaría a Miguel porque tenía un hematoma y coagulación de sangre.

Mientras que los administradores del caso buscaban una cama para ECMO, la madre de Miguel regresó al estacionamiento del hospital para velar por su hijo. Esta vez, escondió una estampa de oración y un rosario por debajo de las hojas de unos lirios, para que protegieran a Miguel cuando ella no estuviera allí.

La búsqueda de una cama para ECMO no avanzó durante la mayor parte del 8 de diciembre. Entre más tiempo dependiera Miguel de un respirador, mayores serían las probabilidades de que muriera o sufriera complicaciones que pudieran descalificarlo para la ECMO. Incluso sin complicaciones, el tiempo prolongado de respiración artificial podría descartar esa terapia. Llevaba cuatro días intubado, y varios de los programas no aceptan a pacientes que estén así durante más de una semana.

“Cuando se trata de alguien que necesita ECMO, esos son pacientes que pueden fallar muy rápidamente”, dijo Sun.

Al día siguiente, el 8 de diciembre, el equipo de cuidados paliativos ofreció un pronóstico sombrío en una llamada telefónica con la familia de Miguel: “Les dijimos que era improbable que el Sr. Fernández se recuperara a esas alturas”, indican los expedientes del hospital. La familia dijo que todavía querían que el hospital hiciera todo lo posible por salvarle la vida si su corazón dejaba de latir.

Durante todo ese día, un empleado del centro de traslados del hospital de Saint John intentó ponerse en contacto con alguien de PIH para hablar acerca del caso de Miguel. A las 8:33 p.m., una trabajadora social de PIH escribió que había recibido una llamada del hospital de Saint John. La persona de contacto para traslados indicó que “había estado tratando de comunicarse con [el administrador de casos] todo el día y había dejado mensajes de voz, pero que nadie le había devuelto la llamada”.

El día siguiente, una trabajadora de caso de PIH anotó en el expediente que no había escuchado los mensajes del hospital de Saint John por ser ese su día libre.

El hospital de Saint John le había llamado a PIH con buenas noticias: habían aceptado a Miguel en su programa de ECMO y lo admitirían tan pronto como hubiera una cama disponible. Durante las horas siguientes, los hospitales intercambiaron documentos por fax y se estableció contacto con la compañía de seguros para obtener su aprobación.

“¡Excelentes noticias!!!” anunció Jeannette en un mensaje en el chat del grupo familiar, añadiendo un emoji de corazón. “¡Aceptaron a mi papá en el hospital de St. John en Santa Mónica!!”

El plan, le dijo al grupo, era que Miguel fuera trasladado ese mismo día.

En el hospital de Saint John, la Dra. Terese Hammond recibía hasta tres solicitudes diarias para utilizar terapia de ECMO para atender a pacientes como Miguel. Hammond había sido fundamental para iniciar el programa de ECMO de ese hospital, cuando la contrataron en 2018 para supervisar la sección de atención crítica. Había trabajado con la terapia en USC, donde dirigía a los becarios de atención crítica pulmonar.

Los hospitales comunitarios como el de Saint John no suelen tener presupuesto ni personal especializado para un programa de ECMO. De hecho, en Estados Unidos (que gasta aproximadamente el doble por persona en atención médica comparado con otros países desarrollados), más del 90 % de los hospitales no ofrece ECMO. En Los Ángeles, los programas establecidos se encuentran en grandes centros médicos académicos como USC, UCLA y Cedars-Sinai.

En el hospital de Saint John, un grupo de donantes privados aportaron los fondos para adquirir una docena de unidades de ECMO, las cuales pueden costar hasta 85,000 dólares cada una, dijo Hammond. El hospital puede atender hasta ocho pacientes de ECMO a la vez, dependiendo del personal.

Hammond fue una de las primeras en creer en el uso de ECMO para ayudar a pacientes de COVID-19 con pulmones que comenzaban a fallar. Casi todos los pacientes con COVID-19 tratados con ECMO en el hospital de Saint John fueron trasladados de otras instituciones, algunas a más de una hora de distancia.

“Tenemos que validar que existe un beneficio y que logramos hacerlo”, comentó. “Tengo a gente que está viva actualmente gracias a la terapia de ECMO”.

La familia de Miguel no tuvo que buscar mucho para enterarse de esas historias de éxito. El detective Michael Chang del Departamento de Policía de Los Ángeles fue uno de los primeros pacientes de ECMO en el hospital de Saint John y su experiencia casi mortal fue presentada en varios noticieros locales.

Chang había sido asignado a investigaciones sobre robos y pandillas, pero al principio de la pandemia lo cambiaron a trabajar uniformado en centros de pruebas de COVID-19 además de centros de distribución de alimentos y supermercados. El 30 de marzo, ingresó con COVID-19 a un pequeño hospital cerca de su casa en el condado de Orange. Seis días después lo intubaron y conectaron a un respirador artificial.

En cuanto sucedió eso, su mujer, Dana Chang, recurrió a una red de contactos policiales en busca de cuidados más avanzados. Un capitán la puso en contacto con un reservista de la policía de Los Ángeles que también es cirujano, dijo ella. Ese médico le habló del hospital de Saint John y de su programa de ECMO. Él mismo llamó a Hammond y se organizó su traslado.

“Empeoraba rápidamente”, comentó Dana acerca de su esposo. “Habría muerto si lo hubiéramos dejado allí”.

Chang llegó en ambulancia a Saint John el 7 de abril y lo conectaron inmediatamente a una máquina de ECMO. Se la retiraron por la noche del 12 de abril, y salió del hospital cinco días después.

Michael Chang todavía tiene momentos en los que le falta el aliento, además de ataques de tos seca, pero atribuye a la ECMO el haberle salvado la vida. “Nunca había escuchado acerca de la terapia con ECMO antes de que me la dieran”, comentó. “No tenía idea de qué hace esa máquina. Todo el mundo debe enterarse de ella”.

De los 39 pacientes con COVID-19 que han recibido tratamiento con ECMO en el hospital de Saint John desde el inició la pandemia, 15 siguen vivos en la actualidad. Hammond señaló que es casi seguro que la mayoría de ellos habría muerto sin la ECMO.

Ella es la primera en advertir que esta terapia no es una cura milagrosa. Aproximadamente la mitad de los pacientes con COVID-19 que reciben terapia de ECMO mueren en el hospital, según un registro de más de 3,400 pacientes de COVID-19 en todo el mundo. Sin embargo, algunos centros han registrado tasas de supervivencia de hasta dos tercios.

La familia de Miguel dijo que sabían que la ECMO no era una garantía sino más bien una oportunidad, algo con lo que no contaban los médicos del PIH según lo informado. Si no funcionaba, comentaron, quedarían reconfortados al saber que se había hecho todo lo posible para ayudarlo.

La noticia del traslado pendiente de Miguel a al hospital de Saint John rápidamente dio paso a una realidad mayor: en Los Ángeles había muchos pacientes iguales a Miguel.

COVID-19 iba aumentando. La cantidad de pacientes con COVID-19 en las unidades de cuidados intensivos se había duplicado en las tres semanas que pasaron desde que Miguel fue hospitalizado. En PIH Whittier había 17 pacientes dos semanas antes de ser internado. La cantidad aumentó a 47 durante la semana en la que entró Miguel. En el momento en que lo intubaron, había 76. Hacia el 7 de diciembre, cuando comenzó la búsqueda de la ECMO, eran 93.

En el hospital de Saint John, la unidad de cuidados intensivos estaba repleta y era imposible aceptar a más pacientes. Aunque Hammond había autorizado el traslado de Miguel y tenía un aparato de ECMO para darle tratamiento, no había camas disponibles.

La lista de espera no era algo que la familia pudiera ver ni monitorear. No había forma de saber quién ocupaba el lugar previo a Miguel, o por qué, ni qué tan rápido movían a los pacientes de la lista. Al menos, en el mostrador de una carnicería o en el departamento de licencias de conducir, se podían ver los números en una pizarra, estar al pendiente de su avance y asegurarse de que nadie se saltara la fila. Con la vida de Miguel en la balanza, su familia estaba completamente a oscuras.

“Mi padre no tenía a nadie que llamara a su nombre para darle prioridad”, dijo Miguel Jr. “No había forma de hacer que alguien nos rindiera cuentas por lo que decían. Tuvimos que tomarles la palabra”.

Hammond dijo que en la lista de espera no influye la riqueza o el estatus social del paciente; sólo se toma en cuenta si este cumple con los requisitos médicos y “tiene posibilidades de sobrevivir la terapia”. En el caso de Miguel, se le había aprobado la ECMO cuando otros hospitales dijeron que no tenían sitio o no cumplía sus criterios.

El 10 de diciembre, Miguel Jr. compartió la mala noticia en el chat familiar de que el traslado de su padre no se había producido la noche anterior como se esperaba. Envió un mensaje de texto al grupo familiar con lo siguiente: “Hemos estado llamando al administrador del traslado de mi padre en el hospital, e incluso a Saint John, y hablamos con uno de sus administradores de casos para tratar de acelerar el proceso de traslado, pero no podemos hacer mucho más que esperar a que haya disponibilidad de una cama”.

Los dos días siguientes también fueron de espera. El 11 de diciembre, la administradora del caso de Miguel en PIH anotó esto en su expediente: “Llamada al Providence Saint John para darle seguimiento a la ECMO, hablé con Rachel, aún no hay cama, ningún movimiento, mismo estado.

Para entonces, Miguel llevaba una semana sin respirar por sí mismo y cada vez era “más difícil administrarle respiración artificial”, según los archivos del hospital.

La familia no entendía qué significaba que los hospitales informaran que “no había camas” en sus unidades de cuidados intensivos. Jeannette y Miguel Jr. llamaron al hospital Saint John para preguntar si podían comprar una cama para su padre. Investigaron para averiguar si los donativos podían financiar camas adicionales en el hospital, pero les dijeron que las cosas no funcionaban de esa forma.

Jeannette imaginaba maneras de entrar al hospital para verificar por sí misma que cada una de las 266 camas estuviera ocupada. Buscó cómo hacerse voluntaria del hospital y encontró una solicitud en línea.

Hammond dijo que la frase “no tener una cama” era un eufemismo para referirse a la falta de suficientes enfermeras, terapeutas respiratorios, perfusionistas y médicos para atender a los pacientes que necesitan cuidados intensivos. El hospital de Saint John amplió la capacidad de su UCI de las 23 camas normales a 40, pero añadir más significaba abrumar demasiado al personal.

Los expedientes médicos indican que, por la mañana del 12 de diciembre, casi cinco días después de que comenzara la búsqueda de una cama para la ECMO, el administrador del caso le informó a la familia de Miguel que tenía uno de los tres lugares principales en la espera de una cama en la unidad de cuidados intensivos del hospital.

Menos de una hora después, un equipo de médicos y enfermeras se apresuró a la habitación de Miguel en el centro médico PIH. El hospital iniciaba un código azul debido a que su corazón había dejado de latir. El equipo comenzó a darle compresiones torácicas y le administraron fármacos para reiniciar su corazón. Eso funcionó, pero Miguel había sufrido daños en los riñones y otros órganos.

Al día siguiente, hacia el mediodía, alguien del centro de traslados del hospital de Saint John llamó a una enfermera de PIH Whittier para informarle nuevamente que aún no había camas disponibles. El administrador de casos de PIH informó al hospital de Saint John que Miguel ahora tenía insuficiencia en varios órganos y podría no sobrevivir el viaje en ambulancia a otro hospital. Dos horas más tarde, Saint John informó a PIH que ya no aceptaría a Miguel como paciente “debido a su cambio de estado”.

A las 5:23 p.m., se dio otra señal de código azul. Esta vez Miguel no sobrevivió. En su habitación, un empleado del hospital juntó los objetos que dejó tras su estadía de 26 días: una computadora Apple portátil, un teléfono iPhone y un par de anteojos con armazón negro con roturas.

A las 5:23 p.m., se dio otra señal de código azul. Esta vez Miguel no sobrevivió. En su habitación, un empleado del hospital juntó los objetos que dejó tras su estadía de 26 días: una computadora Apple portátil, un teléfono iPhone y un par de anteojos con armazón negro con roturas.

La historia de la muerte de Miguel, y la lucha que entabló su familia por conseguir un tratamiento que podría salvarle la vida, se han convertido en una historia que Hammond ha llegado a reconocer.

Dice que ha tenido hasta siete personas en su lista de espera al mismo tiempo, todas en situaciones de desesperación.

“Parte del trastorno de estrés postraumático que tengo, las pesadillas que tengo, es por tener que decir que no en tantas ocasiones y porque la gente muere estando en la lista de espera”, añadió. “Todas esas cosas representan un gran daño moral para los médicos. Conocemos las limitaciones que nos impone la oleada de la pandemia para desempeñar nuestra labor de la mejor forma posible. “La gente muere esperando”.

El racionamiento no se limita a Los Ángeles, sino que sucede en todo el país.

En Dallas, la unidad de ECMO del Centro Médico de la Universidad de Baylor recibe diariamente solicitudes de todo Texas, y de estados vecinos, en nombre de pacientes gravemente enfermos de COVID-19. Su última oportunidad de supervivencia podría depender de la disponibilidad de camas en esa institución. “Hace unos días tenía a cinco pacientes en mi lista de espera”, dijo en una entrevista el Dr. Gary Schwartz, cirujano de trasplantes pulmonares y director del programa de ECMO en Baylor. “Ayer fallecieron dos mientras esperaban. Es algo absolutamente terrible”.

Schwartz dijo que su centro, uno de los más activos del país, tenía un promedio anual de 120 pacientes de ECMO antes de COVID-19. En 2020, esa cifra aumentó a 158 y la cantidad habría sido mayor si tuvieran cupo adicional. “Sinceramente, había entre 50 y 100 pacientes calificados adicionales, pero no hubo recursos para ellos”, dijo.

Las pautas nacionales que creó la Organización de Soporte Vital Extracorpórea (Extracorporeal Life Support Organization), un consorsio de cientos de centros de ECMO, básicamente exigen que se racione la terapia a medida que la demanda de ECMO se dispara en las regiones saturadas de casos de COVID-19. Conforme aumentan los niveles de la oleada, “recomendamos que los criterios de selección se vuelvan más estrictos para que este recurso se utilice en las personas con las mayores probabilidades de beneficiarse”, indican las directrices.

Algunos centros han comenzado a aplicar un límite de edad para la ECMO, o a rebajar la edad que se indica en las directrices existentes. En el Baylor, se redujo a 60 años la edad máxima para ser considerado como persona adecuada para ECMO. Schwartz indicó que la edad era de 75 años antes de COVID-19. Este médico también señaló que otro centro de la región redujo su rango a personas menores de 50 años, debido a la cantidad abrumante de solicitudes recibidas. “Al principio, muchos de los pacientes eran ancianos y temíamos que, si teníamos mucha gente de ese grupo, las personas jóvenes de 30 a 40 años no tendrían esa disponibilidad”, dijo Schwartz, agregando que tiene colegas en Europa que piensan que no es ético implementar una restricción de edad. “En un mundo perfecto, utilizaríamos [la ECMO] para las personas con la mayor probabilidad de supervivencia”, dijo.

Schwartz y los directores de otros centros de ECMO en Dallas crearon un chat de grupo ad hoc en WhatsApp para tratar de mantenerse al tanto de las camas disponibles a medida que los hospitales se llenan. “La verdadera cuestión es si aprenderemos de esto y cambiamos a algún tipo de proceso centralizado en el futuro”, indicó Schwartz.

Hammond dijo que los directores de ECMO en Los Ángeles tienen un arreglo similar con el que se envían mensajes de texto para encontrar camas vacías. La oleada en Los Ángeles se está reduciendo, y los casos en todo el país también están bajando. Sin embargo, aparecen nuevas variantes de COVID-19 y eso supone una amenaza de nuevas oleadas. Hammond espera que la experiencia con COVID-19 impulse la creación de una red formal y permanente para coordinar la atención y el traslado de los pacientes en estado crítico en el sur de California.

La sobrina de Miguel, Jhaimy, se convertirá en médico dentro de cinco meses y ha sido entrevistada para hacer su residencia de medicina familiar en Los Ángeles. Siempre ha estado al tanto de las disparidades en la atención médica y estudió medicina para buscar formas de mejorar el sistema.

“Me duele ver lo típico que fue el caso de mi tío”, dijo “Era hispano, de cincuenta y tantos años, trabajador esencial que no confiaba en el sistema médico. Queda en todas las categorías”.

El 30 de diciembre, Jhaimy fue una de las decenas de familiares que se reunieron para enterrar a Miguel en un extenso cementerio cerca de su casa.

Un amigo de la familia organizó una recaudación de fondos para ayudarlos a cubrir los costos del sepelio. Miguel era la fuente principal de ingresos de su familia y las cuentas se han ido acumulando desde su muerte.

Cerca de su tumba, colocaron un arreglo floral azul y blanco con la inscripción de “PAPÁ”. Debajo había una fotografía de un Miguel más joven, con una camisa blanca y una chaqueta de cuero.

El espectro de COVID-19 se cernió sobre la ceremonia. Todos traían cubrebocas. La madre de Miguel se desplomó sobre el féretro, sujetándose con las manos cubiertas de guantes médicos transparentes. Llevaba puesto un protector facial y un cubrebocas de tela.

El entierro no le dio un sentido de cierre a la familia de Miguel. Jhaimy dijo que se ha preguntado qué habría pasado si su tío no hubiera tenido tanto miedo de ir al hospital. ¿Habría sobrevivido si se hubiera atendido antes?

A Miguel Jr. y a Jeannette les inquieta que los médicos de su padre no les hayan presentado la ECMO como una opción, y que se resistieran a la idea cuando ellos la sugirieron.

La familia todavía piensa en qué habría sucedido si hubieran tenido una cama a tiempo.

“Yo creo que con la ECMO, seguiría aquí el día de hoy”, comentó Miguel Jr. “No tuvo la oportunidad de luchar”.

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