Los New Yorkers: esenciales y desprotegidos en el epicentro de la pandemia

En una ciudad asediada, neoyorquinos indocumentados quedan fuera de las medidas públicas de ayuda para personas afectadas por la propagación del coronavirus. En su lugar pesan opciones imposibles: atención médica y exposición; seguridad o sustento.

Los New Yorkers: esenciales y desprotegidos en el epicentro de la pandemia

Han llegado a conocer la ciudad de Nueva York de maneras que muchos desconocen, a través de empleos con salarios bajos como limpiar rascacielos, dar servicio en restaurantes y atravesar las calles metropolitanas en bicicleta o en trayectos largos en subterráneo al alba, o muy tarde por las noches. Dice el dicho que nadie es un verdadero neoyorquino sino hasta haber vivido allí durante una década. Han cumplido ese plazo y tienen un profundo sentido de pertenencia en esta ciudad de inmigrantes.

No obstante, en el epicentro de una pandemia, los indocumentados nunca se han sentido tan solos.

Pierden seres queridos pero no califican para obtener fondos de la ciudad que ayuden a enterrarlos. Se están enfermando pero titubean en obtener pruebas o acudir al hospital, poniendo en la balanza el miedo que le tienen al virus junto al miedo a exponerse a las autoridades migratorias. Se preocupan de cómo mantener a sus familias en sus países de origen y a quienes viven con ellos, y tratan de determinar si deberían seguir trabajando en empleos peligrosos o quedarse en casa poniendo alimentos en la mesa de alguna forma.

Han vivido separaciones, pero nunca como estas. Salen al mundo y trabajan en grupos reducidos, con mascarilla para entregar comida frente a puertas cerradas, en apartamentos estrechos y apartados para tratar de resguardarse en cuarentena. Los dividen las fronteras internacionales cuando fallecen sus familiares y acaban rezando novenas en Google Hangouts. No pueden enterrar los restos intactos de sus seres queridos en su tierra natal, ya que sus cuerpos se mueven de una cama de hospital, a un camión refrigerado, al crematorio.

ProPublica entrevistó a dos docenas de inmigrantes latinos indocumentados y sus familiares acerca de sus experiencias con la muerte, la enfermedad y la supervivencia. Varios hablaron con nosotros bajo condición de anonimato, temerosos de convertirse en blanco de represalias. Otros nos permitieron usar sus primeros nombres o el nombre y apellido de sus familiares fallecidos.

Un empleado de cocina del Bronx trabajó en el World Trade Center hace dos décadas. “Nosotros llenábamos los elevadores de esas torres”, dijo. El 11 de septiembre de 2001 perdió amigos que no pudieron ser identificados o que se registraron mal entre los muertos debido a que sus nombres no concordaban con los archivos, o porque sus familiares no pudieron recuperar sus cuerpos.

Él y otros hablaron con ProPublica porque esta vez quieren que sus experiencias se cuenten como parte de la historia de su ciudad sobrepasada por un virus.

Adrián Hernández López, de 38 años, nunca planeó quedarse en la ciudad de Nueva York. Su jornada de quince años se vio punteada con visitas a su familia en México, como para el bautismo de su hijo que ahora es casi adolescente, y para revisar la casa que se construía con los envíos que hacía de su sueldo.

Trabajaba con su hermano en un restaurante italiano en Times Square. “Siempre andábamos juntos”, dijo su hermano. Cruzaron la frontera al mismo tiempo y años después iban al trabajo juntos desde Queens hasta el centro de Manhattan.

La última vez que hablaron por teléfono, Hernández López esperaba en agonía sentado en una silla dura del Hospital Elmhurst, respirando oxígeno con una máquina. Lo trasladaron al Hospital Woodhull en Brooklyn. Un día después, este padre de dos niños acabó en estado vegetativo y falleció el 2 de abril. Su madre, quien vive en el poblado pequeño de Allende, Puebla, quiere enterrarlo en ese lugar al lado de los dos bebés que ella perdió poco después de dar a luz.

No lo pueden enterrar de la manera tradicional aunque esa sea una fuerte costumbre mexicana. Se sabe que en la zona de Nueva York han muerto de COVID-19 más de 400 inmigrantes mexicanos, sin embargo, por motivos sanitarios, México únicamente aceptará sus restos incinerados.

El señor Hernández López recibió fotografías de la funeraria en lugar de poder ver el cadáver de su hermano por última vez. La funeraria mantendrá sus restos hasta que la familia determine cómo trasladarlos a México.

El Consulado de México prometió dar ayuda económica a familias de mexicanos que fallecieran de complicaciones de COVID-19, pero esa asistencia se está materializando lentamente. De acuerdo con el hermano de Hernández López, esa dependencia les pidió seguir ciertas pautas para recibir un reembolso. Cuando solicitamos comentarios, la oficina del Consulado General de México en Nueva York dijo no contar con autorización del gobierno mexicano en ese momento para dar entrevistas.

La ciudad de Nueva York ofrece asistencia para sepelios pero requiere un número de seguro social, tanto para el fallecido, como para la persona que solicite los fondos. Los funcionarios de la ciudad dicen que se ven restringidos por leyes federales y estatales en cuanto a la ayuda que pueden ofrecer. “Estamos explorando un sinfín de opciones posibles para asegurar que todos los neoyorquinos, sin importar su calidad migratoria, puedan enterrar a sus seres queridos de la forma que consideren más apropiada”, dijo Avery Cohen, una vocera de la ciudad.

Dos miembros del Concilio de la Ciudad pidieron un fondo de emergencia para brindar ayuda a todas las familias de bajos ingresos, incluidas las de personas indocumentadas.

“Una de las llamadas más devastadoras que recibo regularmente es la de personas que carecen de fondos para enterrar a sus seres queridos y que no califican para recibir asistencia”, dijo el Concejal Francisco Moya en una nota de prensa. “Eso es sencillamente inaceptable”.

La familia Hernández López es una de las tantas que actualmente recaudan fondos para transporte y sepelio de un ser querido fallecido en los Estados Unidos.

En lo que trata de resolver cómo enviar a su hermano a su tierra natal, Hernández López espera en el pequeño apartamento que compartían en Queens junto con su esposa y su niña de 6 años, escuchando las sirenas que se han convertido en un recordatorio constante de su pérdida. Ni él ni su esposa han trabajado durante un mes. No saben cómo pagarán el alquiler.

Más de una docena de personas indocumentadas comentaron a ProPublica que no salieron de su casa cuando se enfermaron, disuadidos de atenderse por la preocupación de no recibir atención médica aunque lo intentaran. Enfrentaron los mismos obstáculos que todos en Nueva York con sus hospitales llenos e inseguros, pero también con temor a tener que librar obstrucciones adicionales relativas a su estado migratorio.

Fani vive en East Harlem. Durante los últimos 18 años trabajó en una lavandería y una fábrica, en un restaurante y como niñera. Cuando se enfermó junto con su marido llamaron al 311. Dijo que la operadora les confirmó los síntomas de COVID-19, con las instrucciones de permanecer en casa a menos de que no pudieran respirar.

“Dijeron que no hay camas, no hay respiradores. Entre él y yo nos curamos como podíamos con sopas, tés y Tylenol”, agregó.

Sonia, quien se enfermó con síntomas de COVID-19 hace casi tres semanas, tuvo miedo de ir al hospital. “He visto a mucha gente que conozco que llegan con síntomas al hospital y ya no salen de ahí”, dijo. “Fue mi temor, por eso yo no quise ir. Yo preferí aislarme aquí en casa con muchos remedios caseros y tés calientes”.

Varias personas señalaron que sabían que los hospitales tenían recursos limitados y se preocupaban de ser colocados al final de la fila de ser indocumentados. “Nos van a dejar morir”, un hombre le comentó a su hermano. En el Bronx, una mujer llamada Yogi dijo que, “No es que estemos diciendo que no nos están atendiendo bien, tal vez no hay suficiente”.

En la comunidad latina se propagaron historias acerca de personas que tuvieron dificultades para obtener atención médica y otras a quienes no pudieron salvar. De acuerdo con una encuesta de votantes en Nueva York, más de la mitad de los latinos de la ciudad dijeron conocer a alguien que falleció, el porcentaje más alto de cualquier otro grupo al que se le preguntara este tema.

Escuchan historias de personas como Juan Leonardo Torres, portero jubilado de 65 años que conocía por lo menos a una persona en cada esquina de Corona, Queens. En comparación con los otros, Torres era originario de la República Dominicana pero ciudadano estadounidense. Aun así quedó descorazonado cuando trató de obtener atención médica.

A finales de marzo, en tan solo una semana Torres pasó de sentirse algo enfermo, a tener dificultades para respirar y fiebres que su esposa Mindy trató de controlar con hierbas y otros remedios caseros. Ella y sus cinco hijos que viven en la casa, lo persuadieron finalmente a ir al Centro Médico Judío de Long Island en Forest Hills que les queda a cinco minutos en automóvil.

Cuando Torres llegó, le avisó a su familia que no había suficientes asientos en la sala de emergencias por estar repleta. Le cedió su silla a una mujer mayor y permaneció de pie durante horas mientras que el personal lo conectaba y desconectaba a una máscara de oxígeno.

Torres reapareció en la puerta de su casa quince horas después, durante esa noche lluviosa. Eran las 2:30 de la mañana. Regresó caminando solo y declaró, “Por ninguna razón quiero ir al hospital para morir como un perro”.

Pasó los siguientes tres días en cuarentena en la habitación de su hijo, donde falleció.

Durante las seis horas que su familia esperó para que recogieran su cuerpo, su esposa permaneció sentada en la sala “como una estatua”.

Sin poder calificar para programas de ayuda como desempleo y dinero en efectivo del estímulo económico, los indocumentados enfrentan la opción difícil de trabajar en empleos peligrosos o de quedarse sin el dinero que necesitan para cosas básicas como alimentos y vivienda.

“Lo poco que uno tiene es para comprar comida”, dijo Berenice, quien sufre de problemas de los riñones, mientras que su hijo lucha contra el asma. Se ha resguardado en su casa durante semanas con su esposo Luis quien trabajaba en una compañía de taxis antes de la pandemia.

“Sí, necesitamos dinero, pero también está nuestra salud”, dijo Berenice. “Tenemos familiares que se han enfermado y amigos que han muerto. Estamos tratando de sobrellevar”.\\ Luis ha vivido en Nueva York durante 18 años, abriéndose camino con trabajos desde entregar pizza en bicicleta hasta convertirse en propietario de un taxi. Se preocupa de exponer a su esposa e hijo. “Solo quiero que esto pase y ya veremos cómo empezamos de nuevo”, agregó.

Adán vive en el Bronx con su esposa y sus dos hijos adolescentes que nacieron en la ciudad de Nueva York. Ella limpiaba casas. Él trabajaba en un restaurante de East Harlem. Ahora no trabajan y ambos se repusieron de COVID-19. “Lo poquito de dinero que teníamos fue para pagar la renta del mes pasado”, dijo. “Yo no sé qué vamos hacer, solo queremos trabajar”.

Agregó que su casero siempre recoge el pago de la renta en persona y que él le comentó que está gastando todo su dinero en comida. El casero le dio unos panfletos sobre el desempleo pero Adán sabe que no calificaría. “Me las voy a ver duras”, dijo, señalando que ha vivido en el mismo edificio durante once años sin que nunca le faltara un pago. Aunque no lo puedan desalojar en estos momentos, agregó, “La deuda ahí va estar”.

Algunos tienen la presión adicional de trabajar para mantener a familiares en sus países de origen ya que ellos dependen del dinero que envían.

Un repartidor de Queens envía US$400 dólares a México cada quincena para ayudar a su hijo que estudia biomedicina en una universidad de Puebla. Esa cantidad lo ayuda a cubrir lo que necesita para la escuela, aparte de renta y transporte. Envía otros US$300 mensuales a su madre de tercera edad.

Dijo que es uno de los pocos repartidores bicicleteros de su cafetería que sigue trabajando y que está viendo más pedidos que de costumbre. Siempre ha trabajado seis días por semana, pero este mes estuvo tan ocupado que ni siquiera se podía tomar unos momentos para comer o descansar.

Prefiere estar afuera en lugar de en su casa, pero las calles se sienten tensas. “Me siento extraño sin ver o saludar a nadie cuando hago las entregas pero es mucho mejor así”, dijo. “Yo entiendo por qué la gente tiene miedo”.

Aunque no vea a las personas en los edificios donde reparte sus pedidos, los clientes han sido considerados y le dejan propinas en sobres. Se siente agradecido cuando pasa por Queens y ve las largas filas de personas que esperan alimentos gratuitos. Se entristece al ver cuánta gente los necesitan en estos momentos.

Alquila un cuarto en un apartamento que comparte con tres hombres que perdieron sus empleos, uno en construcción y otros dos en restaurantes. Toma precauciones para mantenerlos sanos cuando regresa, por ejemplo, cambiándose la ropa antes de entrar. “Sería irresponsable no hacerlo”, agregó.

Espera que lo protejan tanto las reglas de distanciamiento social como su mascarilla y guantes. “Yo no tengo miedo”, dijo. “Si tienes miedo todo el tiempo, te enfermas mas rápido”.

Traducción al español: Mati Vargas-Gibson.

Actualización, el 11 de mayo, 2020: El 5 de mayo, la administración del alcalde Bill de Blasio amplió la elegibilidad para la asistencia al entierro a todos los neoyorquinos, independientemente de su estado migratorio.

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