Edición de foto de Cengiz Yar.
Mireya Sandia estaba acostada en su cama con los ojos bien abiertos. Lucía pálida y había perdido su cabello blanco casi por completo. Le habían diagnosticado cáncer de mama años atrás y, en el último tiempo, se había extendido a su cerebro, lo que afectó su capacidad de hablar. Cuando nos conocimos por primera vez en mayo pasado, hizo una seña con la mano para pedirme que me acercara. Tomó mi mano con una fuerza que me sorprendió, y me dijo con dificultad:
“Quiero ver a mi hijo otra vez”. Luego comenzó a llorar.
Con un nudo en la garganta, sostuve su mano, temiendo que quizá no tuviera el tiempo suficiente para que volviera a ver a Wilmer Vega Sandia, su único hijo.
Su estado de salud fue lo que llevó a su hijo a emigrar a Estados Unidos. Su detención y posterior deportación a una prisión de máxima seguridad en El Salvador, conocida como el CECOT, fue lo que me llevó, a su vez, a aquel pequeño pueblo de los Andes venezolanos.
Como parte de una investigación liderada por ProPublica, en colaboración con The Texas Tribune, Alianza Rebelde Investiga y Cazadores de Fake News, pasé los últimos cuatro meses siguiendo la vida de cinco familias con hijos detenidos en El Salvador, así como su regreso a Venezuela, de donde yo soy. Visité madres como Mireya Sandia y otros familiares para documentar cómo la ausencia de sus seres queridos les había afectado.
Caminé al lado de ellas cuando protestaron por las calles de Caracas, la capital de Venezuela. Las vi cuando sus esperanzas crecieron en medio de los rumores de supuestas negociaciones para regresar a los hombres a su país de origen. Y las vi de nuevo cuando esas esperanzas se convirtieron en desilusión después del fracaso de esas primeras negociaciones.
Documenté el regreso a casa cuando los hombres fueron enviados de regreso a Venezuela de manera inesperada.
Lina Ramos vive en una comunidad modesta a las afueras de Caracas y logró asistir a varias marchas que fotografié. Sabía lo difícil que eran las finanzas de la familia y el esfuerzo increíble que hizo para poder estar ahí abogando por su hijo, Juan José Ramos Ramos. Lina me dijo que recaudó dinero y recibió donaciones de su iglesia, familia y vecinos para poder pagar el boleto de ida y vuelta en autobús hasta la capital, que sumaban $2. La angustia por la detención de su hijo hacía que no pudiese quedarse quieta, me dijo un día.
La casa de Crisálida Bastidas también era sencilla: una pequeña cocina en la esquina izquierda y una fila de camas en la pared contraria, donde duermen muchas personas. En el momento en que nos conocimos, su hijo José Manuel Ramos Bastidas llevaba más de tres meses detenido en el CECOT y pude notar cómo su esperanza se desvanecía a medida que la detención de su hijo se extendía de manera indefinida. Su tristeza era visible y se veía exhausta. Me dijo que solo lograba dormir cuando Jared, su nieto de un año, estaba junto a ella. Ambos dormían acurrucados en una de las camas, con una foto de cuando José Manuel era niño, colgada sobre ellos. Los dos eran idénticos de niños, y ella se aferraba a su nieto para sentirse más cerca de su propio hijo.
Con el paso del tiempo algunos familiares comenzaron a hablar de sus hijos en tiempo pasado. Luego se corregían con rapidez y decían: “Él está vivo”.
Recuerdo a una madre llorando y pidiendo de rodillas: “Por favor que esto pare ya”.
Una mañana recibí una llamada con la noticia de que los hombres volvían a casa. Era una de las muchas madres que había conocido en los últimos meses. Escuché con cautela, porque no era la primera vez que me llamaban para lo mismo y siempre me preocupaba lo que una nueva decepción podía causarle a estas familias. Doris Sandia, la tía de Wilmer, también me marcó por teléfono y me preguntó, una y otra vez, si sabía con certeza si los hombres serían liberados y regresados a Venezuela. Tenía miedo de sufrir una nueva desilusión. Pero esta vez era verdad.
Para el momento en que logré salir de mi casa, las familias que pudieron permitirse el viaje a Caracas ya estaban marchando en el centro de la ciudad, pero esta vez para celebrar.
Me encontré a Lina Ramos y casi no la reconocí. Tenía una sonrisa grande, que no había visto antes. Me abrazó fuerte, aliviada de ver una cara conocida detrás de decenas de cámaras. Caminamos juntas por varios kilómetros.
Al día siguiente, al amanecer, ya estaba en su casa, esperando fotografiar a su hijo. Lina había recibido 20 dólares en donaciones de su familia y vecinos, y usó el dinero para decorar su casa. Preparó pollo guisado con arroz y plátanos, la comida favorita de Juan. Lina no quería atender llamadas y mantuvo la línea telefónica libre en caso de que su hijo marcara. No quiso salir de casa porque corría un rumor de que, si los hombres eran llevados a casa y no había nadie para recibirlos, los policías que los escoltaban no los dejarían allí. La situación forzó a Lina a dejar de moverse por primera vez en cuatro meses.
Las nietas de Lina me tomaron de la mano y me llevaron a un árbol para cortar flores para su tío. Pasaron horas haciendo los arreglos con flores y mangos, luego inflaron globos amarillos, azules y rojos, y formaron un arco con ellos. Pero el tiempo pasó y Juan no llegó. Los globos comenzaron a explotar por el calor. Cuando me fui, al final del día, las flores se habían marchitado y la mitad de los globos se habían reventado.
Carmen Bonilla dejó de trabajar en uno de sus empleos —maneja un taxi y compra queso para revender— por si acaso alguien traía a su hijo Andry a casa. Esos últimos días, cuando los hombres ya habían vuelto a Venezuela pero no habían llegado con sus familias, se sintieron más largos que el resto. Recuerdo a Carmen viendo en su teléfono un video de Andry cantando en un autobús con otros hombres después de haber aterrizado en Venezuela. Carmen sonreía pero con sorpresa. “Debe estar muy feliz para estar cantando así —me dijo—. Andry no es así. Él es muy serio”.
Creo que en ese momento se dio cuenta de que quizá el hijo que estaba de regreso a casa no sería el mismo al hijo que conocía. Que lo que les había pasado durante esos meses de detención, quizá, los había cambiado para siempre.
Cuando Juan José Ramos Ramos llegó a casa de Lina, lloró y apuntó a la pintura pelada de las paredes. Contó que darle a su madre una casa más bonita había sido una de las razones para irse a Estados Unidos. Durante su tiempo en prisión, pidió a un guardia que lo matara antes de seguir viviendo esa tortura. Lina escuchaba el relato, intentando entender el peso de sus palabras.
Regresé una vez más para fotografiar a Mireya Sandia. Esta vez la vi llorar de alegría mientras su hijo la abrazaba. Al igual que su madre, Wilmer había pasado los últimos cuatro meses pensando todos los días si llegaría a tiempo a casa para despedirse de su madre.
Mireya sostuvo mi mano una vez más y me incliné para escucharla. Su salud se había deteriorado tanto durante esos cuatro meses que casi no podía entender sus palabras: “Gracias, gracias, gracias”. Entendí que durante este tiempo en El Salvador, cada uno de estos hombres no sólo estaban perdiendo meses de vida, estaban perdiendo a sus seres amados. Estaban perdiéndose momentos que nunca podrán recuperar. Los hombres dijeron que sufrieron tortura, pero sus familias también la padecieron.
Los fuegos artificiales estallaron en el cielo del pequeño pueblo de Umuquena y los habitantes rodearon a Wilmer Vega. Mireya Sandia me dijo: “Sentí que las noches eran eternas”. Wilmer cayó de rodillas, como si no pudiese aguantar la emoción del momento.
Algunos de los hombres retornados dijeron que los guardias en el CECOT les decían cada día que no valían nada, que nadie los estaba buscando. Pensé en esas palabras y me pregunté lo que Wilmer estaría pensando en ese instante, mientras el pueblo donde nació salía a las calles para recibirlo.
Los hombres dijeron que regresaron profundamente traumatizados. La mayoría regresó con problemas para dormir, tomar agua o, simplemente, salir de sus casas. Wilmer lloró al contarme que tuvo un ataque de pánico la primera vez que caminó por una calle comercial muy transitada. En muchos casos la celebración fue agridulce. Sí, los hombres habían regresado, pero con cicatrices muy profundas.
Pensé que el reencuentro tan anhelado con sus familias cerraría el final de un capítulo.Pero la vida es más complicada que eso. Una vez que vi y escuché a estos hombres se hizo evidente que el camino que tienen por delante es empinado. Vuelven a Venezuela sin nada después de perder lo poco que consiguieron tener antes de su detención. La mayoría dijo que perdió todo, durante su detención en Estados Unidos o durante su encarcelamiento en El Salvador.
Muchos de ellos salieron de Venezuela hace más de una década. Sus camas, sus amigos, sus empleadores, incluso sus hijos ya no están aquí. Regresaron únicamente con la ropa que tenían puesta en ese momento, sin herramientas para retomar sus trabajos, a un país que es, en muchos sentidos, el mismo que tuvieron que abandonar. Cuando les pregunté sobre el futuro, no tuvieron una respuesta.
Todo esto me hizo pensar en el anhelo que sienten los venezolanos por oportunidades, seguridad y libertad. Tenía sentido que millones de personas se imaginaran una vida en Estados Unidos, un país percibido durante décadas como un refugio. Muchos venezolanos apoyaron a Donald Trump, en especial después de su primera gestión. No sé si este episodio va a cambiar sus perspectivas, pero sin lugar a dudas ha sido un momento revelador para muchas personas.
Aunasí, miles de venezolanos están empacando sus maletas. Los barcos, aviones y autobuses siguen partiendo a otros destinos: Colombia, Perú, Brasil, incluso España. Viajan repletos de personas que quieren dar atención médica a sus hijos, comprar casas más lindas para sus madres, cubrir el costo del tratamiento de cáncer para sus padres.
Pero puede que no cambie la pregunta que ahora se hacen muchos venezolanos a sí mismos o entre ellos antes de emigrar: ¿Dónde estaremos a salvo?
Edición de foto de Cengiz Yar.
ProPublica es un medio independiente y sin ánimo de lucro que produce periodismo de investigación en pro del interés público. Suscríbete para recibir nuestras historias en español por correo electrónico.
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